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“Vacaciones”, por Izaskun Gracia Quintana

La niña observó el escritorio con determinación durante un par de minutos y volvió la mirada hacia la maleta abierta sobre la cama. Aún estaba vacía, a pesar de que ya sabía qué quería llevar consigo. No estaba segura de si debía empezar a meter ropa en ella o al menos a sacarla del armario. No quería que Mamá se enfadara y la acusara de hacerle perder el tiempo, aunque sabía que al final daría lo mismo. Tanto si la llenaba como si la dejaba vacía y esperaba a que Mamá viniera, ésta se enfadaría y, de todas maneras, le diría que lo había hecho todo mal y que le estaba haciendo perder el tiempo, mientras cambiaba con un no-muy-contenido enfado unas prendas por otras.

Así que se concentró en el escritorio. Le habían dicho que podía llevar un libro de lectura, el estuche con las pinturas y un libro para colorear. Nada más. Podía intentar esconder otro libro en la maleta una vez que Mamá hubiese metido su ropa en ella, pero ser descubierta significaría provocarle a Mamá un enfado mayor y, probablemente, ser castigada y verse obligada a pasar todas las vacaciones sin libros y sin pinturas, así que decidió no correr el riesgo. Miró por enésima vez su escritorio y todo lo que había dejado sobre él a modo de exposición, y cogió una colección de cuentos y un libro de animales para colorear que aún no había estrenado y en el que se incluían unas cuantas páginas en blanco. Tendría que bastar.

Papá preguntó a gritos desde la cocina cuál de las dos cafeteras tenía que meter en su maleta y Mamá le contestó a gritos desde su dormitorio que cogiese la nueva, que seguro que no se estropeaba, y dejara la vieja en casa, porque no quería que ésta se fastidiara a mitad de las vacaciones y que tuviesen que comprar otra y cargar con ella de vuelta a casa al final del verano. Ya tenemos suficientes trastos, añadió como si acabara de darse cuenta de ello, y Papá respondió que no era él quien los compraba, algo que Mamá obvió al tiempo que le gritaba a su hermana que dejara de jugar con el teléfono y empezara a preparar su equipaje.

La niña comprobó el contenido de su estuche y descubrió con pesar que su lapicero no sobreviviría a las vacaciones. A lo largo de las últimas semanas había mermado hasta llegar a tener una longitud de apenas cuatro centímetros, por lo que no pasaría mucho tiempo antes de que fuera imposible dibujar o escribir con él.

Mamá entró en la habitación de su hermana y le espetó que cómo era posible que aún no estuviera lista, seguido de un levántate ahora mismo y empieza a hacer el equipaje, no ves que salimos en una hora, a lo que su hermana respondió farfullando que Mamá era una pesada y que ya iba, que a qué venía tanto drama si iba a estar lista en cinco minutos. Antes de que la niña oyera el primer portazo, Mamá ya había gritado un cinco minutos te voy a dar yo a ti y Papá se había unido a la conversación gritándole a su hermana desde la cocina que le hablara con más respeto a su madre.

La niña sabía que, como ocurría cada año el primer día de vacaciones, sus padres y su hermana se pasarían los sesenta minutos siguientes (si es que era ése realmente el tiempo que les iba a llevar estar listos) comunicándose entre sí a base de gritos, que ella también se ganaría alguno, que todos subirían al coche enfadados y que después de cuatro horas de conducción (durante las cuales discutirían porque su hermana querría escuchar música y sus padres querrían escuchar la radio, o porque Mamá querría hacer una pausa para tomar un café y Papá y su hermana querrían seguir conduciendo y llegar al pueblo lo antes posible, y en las que todos se asarían de calor y las tres se enfadarían con Papá por no haber arreglado el aire acondicionado) llegarían a la casa que habían alquilado (que alquilaban cada año, en el mismo sitio, al mismo dueño, por el mismo periodo de tiempo) para pasar las vacaciones. Allí necesitarían otras dos o tres horas para organizarse, su hermana se iría con sus amigos después de intentar renegociar la hora a la que tenía que volver a casa y ella cenaría con sus padres, que ya no tendrían ganas de gritar ni de discutir y estarían deseando irse a dormir pronto y olvidar ese día. Nada nuevo. Sucedía cada año cuando llegaban las vacaciones.

Pero la niña no se preocupaba por el estrés prevacacional, sino por su lapicero. No cabía duda de que en algún momento iba a necesitar comprar uno nuevo, por lo que pasó a considerar qué podía hacer a continuación. Podía salir un momento, ir a la tienda y comprar uno, pero Mamá se enfadaría y la reñiría (y, quién sabe, puede que al final no le dejara salir). Podía no decir nada hasta un par de días más tarde, pero entonces tendría que convencer a Papá o a Mamá para montarse en el coche e ir a la ciudad más cercana, porque en el pueblo no podía comprar los lapiceros que le gustaban. Allí sólo tenían lapiceros normales, no específicos para dibujar, y no tendría opción de comprar ninguno con la dureza adecuada para hacer sus dibujos. Eso no era algo que sus padres fueran a entender o que, como mínimo, les fuera a importar, por lo que no cederían a sus deseos y terminarían por enfadarse, decirle que era una mimada y echarle la bronca. Y no quería aguantar todo eso para, al final, no salirse con la suya.

Decidió al fin que era mejor ganarse un enfado entonces, pues ya hacía horas que se hablaban a gritos, que una semana después, cuando corría el riesgo de acabar con la paz que sus padres buscaban cada año al llegar el verano y de la que en realidad nunca disfrutaban.

Se acercó a Mamá, que rebuscaba en un armario, y le preguntó si podía ir a la tienda. Es que tengo que comprar un lápiz, explicó. También quería decirle que era muy importante realizar esa compra entonces y no después, pues se verían obligados a coger el coche, y así mostrar que no sólo estaba pensando en sí misma, sino que también tenía en cuenta la tranquilidad de los demás, pero la mirada que le dirigió Mamá le quitó las ganas de pronunciar una palabra más. Tampoco dijo nada cuando Mamá le gritó que entre todos la estaban volviendo loca y que a santo de qué se le ocurría entonces ir a la tienda, entonces, que tenían apenas una hora para dejarlo todo listo.

Su hermana entró en la habitación y le dijo a gritos a Mamá que dejara a la niña ir a la tienda, que qué más le daba, si la pobre no estaba haciendo nada y así al menos no se aburría. Papá también se acercó y preguntó que a qué venían esos gritos y que por qué no dejaba que la niña fuera a la tienda, y Mamá puso fin a la conversación gritando que ya que todos habían decidido que ella era la mala de la película, la niña podía ir a la tienda, pero que no le iba a dar dinero y que tenía que estar de vuelta en diez minutos o se irían de vacaciones sin ella.

Su hermana puso los ojos en blanco, le dio un billete a la niña y le dijo anda, ve y compra lo que quieras. No te preocupes, que no nos vamos a ir sin ti, y Mamá le gritó mientras salía que diez minutos y ni uno más.

Cerró la puerta y saboreó durante varios segundos el silencio que reinaba en las escaleras. Le gustaba pensar que en general sus padres eran personas tranquilas y amables que se convertían en seres llenos de rabia con los nervios a flor de piel sólo el primer y el último día de vacaciones. Esos días la niña no sabía cómo comportarse. Todo podía ser el desencadenante de una bronca, por lo que tenía que andarse con cuidado. Por eso, lo mejor sería que se diera prisa en ir a la tienda, porque sabía que Mamá consultaría su reloj cada pocos minutos y no quería entretenerse demasiado.

Salió a la calle y el calor la golpeó como un mazo. El aire ardía y el sol la deslumbraba. No había sombra alguna en la que resguardarse. Pensó que era una suerte que pudieran irse de vacaciones. En el pueblo también haría mucho calor, pero al menos podría bañarse en el río o ir a jugar a las cuevas, donde siempre hacía fresco. No como en la ciudad, que sólo podía darse una ducha o un baño de agua fría, secarse y seguir sudando. Además, en el pueblo podría pasar el día entero con sus amigos y nadie le diría nada (más bien al contrario, Mamá se preocupaba si no salía), mientras que en la ciudad tenía que estar de vuelta en casa nada más salir del colegio y sólo podía ver a sus amigos durante el fin de semana, siempre y cuando hubiese algún adulto presente. Ni punto de comparación.

A mitad de camino de la tienda vio al mendigo que desde hacía un par de meses se pasaba el día en la acera. Aunque había visto a algunas mujeres mayores darle algunas monedas, el hombre nunca pedía nada. A veces, sentado; a veces, tumbado, lo único que hacía era ocupar un pedazo de acera y ver a la gente pasar. A la niña la inquietaba verlo allí sin hacer nada, sin ni siquiera pedir limosna, como si esperara algo, como si supiese algo que todos los demás desconocían. Además, estaba muy sucio. Y olía muy mal (como una bodega, había dicho Papá). Ni siquiera hacía falta acercarse, cualquiera podía olerlo a varios metros de distancia.

Cada vez que tenían que pasar por su lado, Mamá apretaba el paso o se cambiaba de acera. Papá no caminaba más deprisa ni cruzaba la calle, pero no le quitaba los ojos de encima hasta que no lo habían dejado atrás. Su hermana era la única a la que la presencia del mendigo parecía no afectar en absoluto. Nunca lo miraba ni se cambiaba de acera ni caminaba más deprisa o más despacio al pasar por delante de él. Daba la impresión de que ni siquiera lo veía.

La niña apretó el paso cuando se encontró a su altura, como hacía Mamá, y no le dirigió ni una sola mirada, al contrario que Papá, a pesar de que el hombre estaba tumbado y seguramente dormido, y lo más probable es que no se hubiera dado cuenta de si la niña lo miraba o no. Volvió a caminar despacio pocos metros antes de llegar a la tienda, donde el sonido de una campanilla y el frescor del aire acondicionado le dieron la bienvenida al entrar. No así el dueño, que se encontraba detrás del mostrador y le lanzó una mirada de fastidio mientras atendía a un cliente.

Con el gesto torcido, la niña se acercó a una de las estanterías cercanas a la puerta y empezó a buscar el lapicero que necesitaba. No le gustaba el dueño de la tienda. A él no le gustaban los niños y aprovechaba la mínima oportunidad que se le presentaba para demostrarlo (en general, cada vez que acudían solos a la tienda y no tenía la obligación de fingir amabilidad ante sus padres), por lo que todos los niños del barrio le tenían un poco de miedo.

Cuando su mujer estaba en la tienda, ella se ocupaba de atenderlos y, al contrario que el dueño, los trataba bien y no les hacía sentirse incómodos. Qué se le iba a hacer. Se dijo que la próxima vez tenía que comprobar con más antelación si tenía todo lo que necesitaba para las vacaciones, para poder acudir a la tienda sólo cuando la mujer del dueño estuviese atendiendo a la clientela. Lo miró de reojo y se dio cuenta de que la estaba observando. Lo que le faltaba. Seguro que la acusaba de haberle robado algo.

Incómoda y muy nerviosa, la niña cogió dos lapiceros (pensó que así pasaría más tiempo antes de que tuviera que volver a la tienda) y se acercó al mostrador. No levantó la mirada del suelo al hacerlo, ni siquiera cuando dejó lo que quería comprar al alcance de la mano del dueño. Éste le dijo que ya le había costado trabajo coger tres lapiceros y le preguntó si no quería nada más, y la niña levantó la mirada y comprobó con horror que, efectivamente, había cogido tres y no dos. Durante un segundo se le pasó por la cabeza decirle al dueño que se había equivocado, que quería comprar sólo dos lapiceros y que ya mismo devolvía el sobrante a su sitio, pero no se atrevió. Seguro que el dueño le decía algo desagradable. Seguro que la reñía por ello. Además, ya había tecleado el importe correspondiente en la caja registradora. No podía decirle que quería comprar un lapicero menos. No sabía si era difícil utilizar aquella máquina, pero tampoco quería desafiar a ese hombre diciéndole que tenía que anular lo que había escrito e introducir un nuevo importe, así que le tendió en silencio el billete que le había dado su hermana. El hombre lo cogió suspirando y prácticamente le tiró el cambio sobre el mostrador.

Cuando salió a la calle, el calor volvió a caer sobre ella como una losa y el sol volvió a cegarla. Se dio cuenta entonces de que las calles estaban vacías y pensó que era lógico, pues nadie quería salir a sudar como un cerdo ni respirar el aire caliente y espeso que como veneno emanaba del asfalto. Echó a andar en dirección a su casa, pero se detuvo al ver al mendigo a pocos metros de distancia. Éste seguía donde ella lo había dejado, tumbado y aparentemente dormido, como si el calor no lo molestara en absoluto.

Se acercó despacio, casi de puntillas, y se acuclilló frente a él después de observarlo durante unos segundos. Era viejo (o lo que la niña consideraba viejo, que solía ser cualquier edad comprendida entre los cuarenta y los mil años), tenía el rostro surcado de arrugas y barba de varios días. Estaba sucio. Muy sucio. No quería ni pensar en lo que le diría Mamá si ella se presentara así de sucia en casa. Se ganaría una buena, de eso estaba segura. La niña arrugó la nariz en un gesto de desagrado y miró a ambos lados de la calle. Estaban solos. Ni un solo transeúnte, ni un solo coche alejándose o acercándose.

Pensó que, si algo le ocurría, nadie acudiría en su ayuda. Si gritaba, nadie la oiría. Sus padres no sabrían qué le había pasado hasta varias horas después, cuando, cansados de esperarla, decidieran salir a la calle y buscarla. Nadie se explicaría entonces cómo podía suceder algo así (lo que fuera) a plena luz del día y todos se preguntarían en qué clase de mundo vivían si una niña no podía salir a la calle una mañana sin que le ocurriese nada malo. Y todo porque era verano y hacía calor (muchísimo calor), y eso vaciaba las calles y dejaba desprotegidos a los niños que salían solos de casa.

Con la misma mano con la que se secó el sudor de la frente, la niña empuñó uno de los lapiceros por la parte superior y lo clavó con todas sus fuerzas en el ojo izquierdo del mendigo.

El hombre se incorporó aullando y la niña echó a correr en dirección a su casa, al tiempo que se limpiaba la mano en la camiseta. Le había tocado brevemente la cara al hundirle el lapicero en el ojo y le resultaba muy desagradable. Seguro que la había manchado.

Mientras entraba en el portal acompañada por los berridos que llegaban de la calle, se dijo que al final había sido una suerte haberse equivocado y haber comprado tres lapiceros. A pesar de aquel imprevisto, seguía teniendo dos, por lo que podía usar uno durante el verano y aún tendría uno de reserva para usarlo al volver a casa en septiembre. Pasaría mucho tiempo antes de que tuviera que preocuparse de volver a la tienda a por más.

 

Del libro de cuentos Crónicas del encierro (Salto de Página, 2016)

 


Izaskun Gracia Quintana (España, 1977) nació en Bilbao, es licenciada en Filología Vasca, trabaja como diseñadora gráfica y traductora, y escribe artículos y crítica literaria para diversos medios. Es autora de los poemarios fuegos fatuos (2003), eleak eta beleak (XVII Premio de Poesía Ernestina de Champourcín, 2007), saco de humos (XIX Premio de Poesía Villa de Aranda, 2010), y ártica/artikoa (2012), así como del libro de cuentos Crónicas del encierro (2016). También ha participado en festivales como Cosmopoética y Bilbaopoesia, y ha colaborado con los artistas plásticos Anabel Lorca, Zigor Barayazarra, Delphine Salvi y Leire Urbeltz. Fue editora y cofundadora de la editorial de poesía Masmédula. Vive en Berlín desde 2011.


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