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“Una última cuestión”, por Carmen Moreno


Había sido un día realmente duro. Había tenido que cubrir, una vez más, el turno de Manuela. No era la primera vez que lo hacía. Manuela tenía una de esas vidas difíciles que, luego, coge un director de cine gracioso y transforma en “comedia negra”. Una de esas vidas que, llevada a la gran pantalla, sirve como crítica social, mientras te ríes de la pobre desgraciada que tiene al hijo metido en la droga y le pega palizas, cuando no le roba lo poco que cobra para darle de comer a sus nietos, que están a su cargo porque sus padres viven en cualquier basurero y trapichean para conseguir algo más de droga. Esa, ni más ni menos, era la vida de Manuela. Su hijo era heroinómano y la tenía atada a las salas de urgencias hospitalarias. Cuando no le habían abierto la sesera con una botella en una pelea, le habían apuñalado, o se había empotrado contra un autobús en la Vespa que acababa de robar a un chaval del barrio. Uno de esos hijos que, más que una bendición, es un castigo.

Lo había intentado hablar con ella más de una vez:
—Mira, chica, yo creo que debes darle por perdido. Si no quiere desintoxicarse, no lo hará y lo único que va a conseguir es llevarte a ti a la tumba antes de tiempo —le decía sintiéndose una privilegiada.

Manuela la escuchaba, mientras se quitaba el uniforme y se vestía con parsimonia como si todo estuviera perdido, pero no pudiera tirar la toalla. Como uno de esos combates amañados en los que, si el perdedor pierde antes de tiempo, no sólo le cuesta la pelea, sino la vida. Se volvía hacia Verónica, le abrazaba fuerte durante un segundo, le besaba la mejilla y salía de allí cabizbaja y arrastrando los pies.
—Tú no lo entiendes porque tienes tres hijos que no te dan problemas —le decía a Verónica con la voz tan apagada que había que hacer un auténtico esfuerzo para oírla.

A Verónica no le importaba cubrirle. Suficiente tenía ella con ese hijo delincuente y excesivo. La jefa sabía que sentía una especie de compasión por ella que se mezclaba con una sensación de superioridad que debía notársele. Pero no podía remediar mirar con pena a aquella desdichada, cuando pensaba en los tres hijos estupendos que tenía. Manuela no merecía la vida que le había tocado, pero ¿quién merecía ese tipo de vida? Quizá Gadafi, pero una mujer normal…

No le importaba cubrirle, esa era la verdad, pero era la cuarta tarde seguida que hacía el turno de Manuela y ya no podía más. Se sentía agotada. Sus amigas le habían llamado para ver la exposición de “Los Tesoros del Hermitage”, en El Prado, pero sólo pensaba en coger una cerveza bien fría y sentarse a leer; tal vez charlar con Aurora de los últimos acontecimientos de la vecindad… Pensaba en descansar.

La gota que colmó el vaso fue el episodio con el niño en los servicios de minusválidos. Verónica terminaba de limpiar el aseo de señoras y se disponía a clausurar aquella zona hasta que se secara el suelo mojado. La vio llegar con paso firme, los tacones resonando por el suelo de granito, subiéndose compulsivamente un bolso carísimo al hombro y arrastrando a un niño de no más de cinco años que no conseguía seguir su ritmo. La vio atravesar la sección de Disney para bebés como si el mundo entero le perteneciera. Avanzaron por entre los pantalones vaqueros y las camisetitas y dirigieron sus pasos hacia el carro de limpieza de Verónica que se cuadró, llevándose los puños a la cintura y abriendo un poco las piernas. En aquella posición parecía Wonder Cleaner. Era la hora del café de Verónica y sólo Dios sabe las ganas que tenía de aquel café. Tenía derecho a él.

La pareja siniestra, formada por la madre pija y el niño pasicorto y gritón, se paró frente a Verónica, que les esperaba como si fuese una luchadora de Pressing Catch defendiendo el cinturón de campeón de la WWF.
—Están cerrados —advirtió Verónica con cara de pocos amigos.
—Pues, ábralos —le ordenó la madre sin ningún tacto.
—No puedo, acabo de limpiarlos y se está secando el suelo. Tienen otros servicios en la planta de arriba, en la sección de deporte junto a…
—Ya sé dónde hay otro servicio, pero queremos entrar en este —le cortó la madre con un tono desagradable y dando un paso lateral que Verónica copió inmediatamente.
—Lo entiendo —mintió intentando mantener la calma. Conocía a las arpías aquellas que creían que por pesar treinta kilos menos, medir cinco centímetros más y teñirse el pelo de esparto estropeado, tenían derecho a cualquier cosa que se les antojara—. Pero, tendrán que esperar que se seque el suelo.
—No querrá que el niño se mee encima, ¿verdad? —insistió la madre dando, de nuevo, un paso lateral en la otra dirección que, otra vez, imitó Verónica.
—Claro que no quiero que el nene se mee encima. Si toma usted el ascensor llegará directamente a los servicios de la siguiente planta.
—Parece que es usted sorda, ¿no? —le gritó.
—A ver, señora, vamos a tener la fiesta en paz. Ni soy sorda, ni voy a abrirle la puerta sólo porque usted quiera. —Comenzó a perder la paciencia.
—¿Usted no sabe que el cliente siempre tiene la razón? —le soltó impertinente aquella señora que parecía un flamenco.
—¿Y usted no sabe que se sale meado y cagado de casa?

Su tono resultaba ya exasperante y no parecía que fuese a atender a razones. Verónica miró el reloj. Ya había consumido cinco minutos de su preciado descanso, discutiendo con aquella mujer. Las dos permanecieron unos minutos mirándose como si estuvieran en mitad de un duelo en Kansas City, la ciudad norteamericana, no la avenida sevillana.

La mujer se subió el bolso de nuevo y asió fuerte la base de este contra su costado, agarró con mayor fuerza al niño y resopló. Verónica sujetó fuerte la fregona mientras estiraba los dedos de la otra mano. La madre dio dos pasos rápidos hacia el lado derecho, mientras Verónica se abalanzaba a por el niño y le arrancaba de las zarpas de aquella cacatúa. El niño se quedó como alelado, mientras, Verónica le bajaba la bragueta y le ponía a mear en uno de aquellos cubos alargados que años antes servían de cenicero y papelera. Metió lo que años más tarde sería el miembro viril (por entonces no era más que miembro) del niño en la abertura rectangular que había en una de las caras del cubo y le ordenó:
—¡Mea!

El niño obedeció sin dejar de mirar atónito a Verónica. Cuando hubo terminado, Verónica le subió de nuevo la bragueta y le devolvió el pasicorto a la anonadada madre que no salía de su asombro.
—Ea, ya ha meado el jodido niño. ¿Está contenta?

Sin esperar respuesta, Verónica puso la señal amarilla que indicaba que los baños no se podían utilizar, cogió su carro de limpieza que dejó junto a los ascensores sin obstaculizar el paso y se fue a la cafetería.

Madre e hijo se quedaron allí paralizados, sin saber si echarse a llorar o a salir corriendo y no volver nunca más. ¿Quién dice que la violencia no es una buena manera de hacer entrar en razón? “Si te agreden, agrede”, le decía siempre su madre.

 

Fragmento de la novela Una última cuestión (Cazador de ratas, 2015)

 


Carmen Moreno (España, 1974) nació en Cádiz y se licenció en Filología Hispánica. Máster en Edición por la Universidad de Salamanca. Ha publicado, entre otros, los poemarios Plano Urbano (1996) e Irremediablemente. Deconstrucción (2014), el libro de relatos El temor inevitable (2015) y las novelas Principito debe morir (2013) y Una última cuestión (2015). En la actualidad reside en Cádiz y dirige la editorial Cazador de ratas.


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