Todo lo que leemos tiene una matriz y un nacimiento. En este espacio, narradores y narradoras de Iberoamérica nos acercan al proceso de creación que derivó en su obra más reciente, enlazándonos con la formación del “monstruo” y el exorcismo de la criatura que alguna vez llevaron en sus entrañas.
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Clik here to view.Hielo | Paralelo Sur | 2014
La palabra es un fracaso. Escribir, una traición. Probablemente, sería más preciso referirse a un acto no tan cargado de connotaciones negativas, pero si hubiese abierto con “escribir es distanciarse de lo vivido” o “la experiencia se diluye en lo escrito”, la oración habría generado un efecto más tibio que el que yo pretendía invocar antes de escoger los términos. Se trata de llamar la atención y cuestionar la palabra escrita, emplearla como herramienta para lograr el efecto que se resiste a ser empalabrado de forma exacta. Existe lo que precede al verbo, lo que lo inspira y al mismo tiempo le resulta inasible.
No se dejen engañar, la palabra exacta no existe. Acaso, tendrían que existir sólo los nombres propios y no estoy seguro de que el sistema funcionase. Le mot juste es un invento, un orfidal para que los escritores durmamos mejor o nos demos un poco de pompa en las entrevistas.
La traición es inevitable –y necesaria– cuando se trata de transmutar lo sucedido en lo narrado, o más difícil, lo intelectivo en lo narrado, y el resultado será siempre insuficiente y aproximativo. Así lo aprendí leyendo Yo y tú, de Martin Buber o De la existencia al existente, de Emmanuel Levinas, y en esa enseñanza encontré el aliento para sobrevivir a mis propios textos que, una vez terminados, siempre me parecen innecesarios, peores y menos intensos de lo que los sentía mientras los componía.
Hace unos meses terminé de escribir Hielo, una novela breve que recientemente ha publicado Paralelo Sur. Y tras escribir la última palabra, con la primera relectura llegó el desapego por el texto resultante. No es que me pareciese una obra de mala calidad; si trataba de realizar una lectura crítica sobre mi texto, el resultado no me parecía malo. Pero lo que yo había conocido antes que esas palabras, me parecía mejor y más intenso; las frases y las imágenes escogidas, insuficientes, más tibias, hasta el punto que si ninguno de los tres editores a los que les había hecho llegar el original hubiesen querido publicarla, probablemente se hubiese quedado guardado mientras yo emprendía el camino a una nueva decepción.
Durante el proceso de escritura de Hielo, llegué a establecer una relación cierta con sus personajes y a caminar los escenarios; sin embargo, cuando la releo, a través de las palabras con las que yo mismo decidí fijar las impresiones sobre la culpa, la redención o la soledad, siento la imposibilidad del retorno a un hogar que fue el mío y en el que no volveré a sentirme confortable nunca más. El olor de la leña en la chimenea, el helor que arrastra el viento, el rostro de ese Erik Asfridursson que inventé se revelan incompletos en el texto.
Pero no es sólo una cuestión de relectura. La primera ya es fallida. Narrar es un acto incompleto. La relación con los personajes se mantiene siempre un paso por delante de la palabra. Así que la palabra no termina de servir. Es Judith Butler quien en Dar cuenta de sí mismo lee a Nietzche e interpreta que incluso la construcción del yo se efectúa a partir de las respuestas narradas que formulamos a una segunda persona. Aplicado a la creación literaria, como autor conocía la existencia del personaje, la escena, el gesto antes de que fuesen narrados. A mi pregunta, ¿quién eres?, el personaje respondía armándose de palabras y, como yo cuando intento dar cuenta de mí mismo, soy sólo una parte.
Para intentar salvar la falla entre el hecho y la palabra, en Hielo decidí definir una idea a partir de cuatro personajes, tratando de que la complementación entre la incompletitud de una suma de existencias escritas resultase en una aproximación más cierta. El hombre que huye, la madre sin hijo, el adolescente furioso y el enfermero hostigado son, en realidad, un inicio común, la manifestación de la culpa y la búsqueda de la redención, distintas reacciones a un mismo hecho, tratando de desdoblar en cuatro la situación y que en cada uno de ellos tenga preeminencia una de sus formas de expresión para intentar que las otras tres, por oposición y cercanía, complementen la inexactitud de la primera.
Sin duda, no lo logré. Hielo era mucho mejor en mi cabeza. Nunca será tan sublime como antes siquiera de que yo comenzase a domesticarla, a moldearle siluetas de personajes o escogerle un título, jamás tan completa como cuando no tenía forma, ni tacto y era apenas una intuición inconclusa y en bucle. Pero también es la mejor aproximación que yo podía ofrecerles.
Cabe entonces preguntarme por qué escribo si el yerro es seguro. Probablemente, por la voluntad de relacionarme con lo inexacto, las visiones distorsionadas de su rostro y el aliciente de encontrarlo completo en un fotograma fugaz, una posibilidad que no soy capaz de negarme.
David Aliaga (España, 1989) es escritor y periodista especializado en literatura contemporánea. Ha publicado la novela breve Hielo (2014) y el libro de relatos Inercia gris (2013), algunos de cuyos cuentos han sido incluidos en las antologías Cuentos engranados (2013) y Madrid, Nebraska (2014). En su faceta académica destaca el ensayo Los fantasmas de Dickens (2012), un estudio sobre lo sobrenatural en la obra del escritor inglés. Ha traducido al catalán a Dickens y Wilde. Es colaborador habitual de Quimera, Qué leer y Blisstopic.